sábado, 3 de agosto de 2013

Paseo del Cauce (IX)

FUENTE: http://www.ultimocero.com/blog/callejero-sentimental/paseo-del-cauce-ix

Paseo del Cauce (IX)

Este paseo, largo paseo, lo tiene andado y bien andado el paseante, una y mil veces, arriba y abajo, abajo y arriba, pues viene siendo trayecto habitual de sus meditaciones por quedar próximo a su casa.
Se trata, ni más ni menos, que del paseo que bordea su querido río Esgueva, la Esgueva como suelen denominar los vallisoletanos a su desviado cauce, ya que en tiempos cruzaba la ciudad por dos sitios y hoy va por donde va. El paseo, como calle, surge del propio y padre río Pisuerga, en la desembocadura del Esgueva, allí donde el afluente por lo común entrega sus exiguos caudales al que lleva más agua, y llega hasta…. Hasta el mismo campo cereal llega, pues el Paseo del Cauce ha ido creciendo según crece la ciudad. Las pinchosas lenguas de gentes que van de cotarro en cotarro con muy poco que hacer dicen que llega este paseo hasta Valdechivillas. Puede que se trate de la calle más larga de Valladolid.
Unas veces tira de sus pasos río arriba. Otras veces, inicia el trayecto hacia sus aguas bajas y, al llegar al final, allí donde el Esgueva confluye y se abraza con su hermano mayor Pisuerga, el paseante ve la espuma que hacen las aguas en esos escalones de la digamos catarata que le han construido al domesticado y querido riachuelo. Ya no hay cangrejos, ya no hay barbos, truchas ni carpas, y en anguilas ni pensar, y lucios, eso es pedir gollerías. Sólo quedan los patos, que antes no tenía, por cierto. Luego, da la vuelta, por la orilla de los impares, de regreso a su castillo, a visionar Perdidos o Los Soprano o La que se avecina, vecina, pues, dicho lo tiene en otros sitios, siempre fue hombre muy de series televisivas en el DVD.
Cumple este Paseo del Cauce las funciones del esparcimiento habitual y costumbrista de todos los jubiletas y señoras en edad de merecer de la ciudad. A cualquier hora del día, de la tarde y hasta de noche, llueva o truene, desde que está urbanizado, bien urbanizado, por el Ayuntamiento, se pueden ver chándales de todos los colores y bicicletas y señoras de noventa años paseando arriba y abajo.
Así que, conforme lo dicho, en esta andadura lleva metidas el paseante, y lo que te rondaré morena, unas tres mil horas de reloj, tratando de bajar unos gramos del exceso de gordura y de mantener los músculos en su sitio. Mayormente, para qué nos vamos a engañar, lo que el paseante hace en este hermoso itinerario es meditar amenidades enajenadas, quitarse y darse razones y, puede, no lo quiera Dios, que incluso gesticular y departir a solas. Pero, eso, hasta hoy no se lo ha dicho a las claras nadie, por lo que todo quedará en suposiciones.
Paseo del Cauce de Valladolid. Foto: Rebeca Adalia
Paseo del Cauce de Valladolid. Foto: Rebeca Adalia
Debido a lo anterior que va dicho, este recorrido habitual quedará como un cuaderno abierto, al cual acudirá el andariego a tiempo parcial según le convenga. Unas veces fechará las notas, otras veces sin fechar quedarán. Así, hoy, que anda un tanto desteñido, da en rumiar razonamientos tales como preguntarse cuántas horas, así, a voleo, perderemos en una vida en cortarnos las uñas de los pies los seres humanos. ¿Y de las manos? ¿Y en rascarnos la nalga derecha?
Para escribir la mejor biograf ía de alguien, la más sincera y completa quiere decirse, al final de su vida, lo mejor es revisar todas sus declaraciones de la renta: de la primera a la última. Algo saldría…
Todo el pasado reside, se dice a sí mismo, sujetando el ataque de melancolía (mejor melancolía que nostalgia), en una tarde de domingo, sería primavera o principios del verano, a sus diecisiete años y en Asturias, vestido con una camisa de flores (eran tiempos de ello: hippies y eso), un pantalón negro de pana con unas botas de flecos y a punto de salir con sus amigos. Iban todos encuadrillados a la romería de un pueblo vecino. Esa imagen, una y otra vez, le recuerda que el tiempo pasó. Tenía un poco de flequillo, media melena, olor a desodorante Tulipán negro, sus primeras gafas de sol, la mirada inocente… ese momento, sabiéndolo irrepetible, me lleva a recordarlo una y otra vez. ¿Por qué no fui capaz de retenerlo?
- No llores, Bernabé, por lo que más quieras.
El paseante, por dignidad, le hace caso a su yo interno y sujeta los pucheros. Peor les fue a otros. Pero no por ello ha de dejar de traer a la memoria que, un día del año 1973, el último verano en Asturias, fue consciente de que comenzaba el futuro, de que, si, en adelante, miraba hacia atrás por el espejo retrovisor, vería su pasado, un pasado infantil y, quizás, sólo quizás, feliz.
Pasa junto a él, disparado, como una flecha, a cien por hora y bufando flemas, un jubilado con bigote poroso y chándal color butano. El paseante se hace a un lado para que no le atropelle el esforzado de la trotonería, y se comenta a sí mismo que la escena tiene mucho de obscenidad y bastante más de vergonzosa. No se explica bien el fundamento de semejante pérdida de sentido de la estética padecida por estos hombres que se niegan a engordar, a envejecer con honorabilidad y pundonor. ¿Es que no tienen familiares cercanos, padres, madres, tíos y asimilados, que les aconsejen bien? O asesores de imagen, como los políticos. Deja ese correr al pasitrote insensato e imprudente, Fulano, mira que te va a dar un infarto… Con pasear y mantener tonificados los músculos debería bastarles. Pues no. Se empeñan en trotar y echar los bofes por esos paseos, sabiendo que hay niños delante.
Si tienen bigote y barba, ¿por qué hacen footing?
El paseante, antes de despedir la jornada, recuerda que en el Colegio, allá en la Arquera, con los frailes del babero, los de La Salle, inmejorables recuerdos, el Hermano Pedro le aficionó a los palíndromos (Sator arepo tenet opera rotas, o Dábale arroz a la zorra el abad, o el más misterioso: Yo soy; o aquel hermosísimo de Borges que aprendió él solo: Sapos, oíd, el rey ayer le dio sopas, o el no menos bello, éste en latín, In girum imus nocte et consumimur igni, del muy querido Guy Debord) y a las onomatopeyas: Las cigüeñas crotoran. Los patos parpan. Las ranas croan. Las golondrinas trisan. Los asnos roznan. Los elefantes barritan. Los jabalís rebudian. Los señores con chándal color butano y bigote zarzuelero echan los bofes sin vergüenza ninguna por el paseo del Cauce.
Como puede verse, o no, que aquí no se viene a dogmatizar o a jurar las cosas a pie juntillas, el paseante es hombre de buenas lecturas. Y dícese de buenas lecturas, ojo al cristo que es de plata, y no de buenas escrituras. Jamás se tendrá por buen escritor el responsable de esto que lees, pero lector, ay, amigo, como lector, ahí sí que se echa a pelear con cualquiera. Leyendo, es que no le tiene miedo a nadie, catedrático o no catedrático. Ay, lector querido, menudo lector es el paseante: es un perito lector, o un perito en lecturas. ¿Qué andará leyendo, con estos calores? El paseante, todo hay que decirlo, casi no lee, lector pacífico y civilizado, el paseante ya casi nada más que relee. Pega la oreja, pues te lo voy a decir en voz muy baja, al escucho, como se dice en mi lugar de origen: Anda releyendo las memorias de don Pío Baroja. ¿Y van…?
Junio sería, de 2007, cuando se escribió lo escrito, convaleciente de una intervención quirúrgica, de ahí que al andarín se le note levemente soviético. Pobrecitos, los del footing, concede hoy, déjalos que corran y revienten, hombre. Tú, a lo tuyo, a poner de oro y azul la realidad.
Localizador del paseo del Cauce en Valladolid. Foto: Google Maps
Localizador del paseo del Cauce en Valladolid. Foto: Google Maps
Dos años de calendario, cómo pasa el tiempo, después de puesta la primera piedra, en el sentido figurado, a esta calle, el paseante vuelve a refugiarse en sus pavimentos y bancos a la sombra, en la quietud. Viene al circo dispuesto a innovar. Hoy, la armo; hoy, llego a lo más alto de mi escritura. Todo son buenos propósitos. Luego, deposita sus posaderas en la bancada semicircular sobre el parque de los Viveros, encima de la laguna sin terminar por el Ayuntamiento, contiguo al Prado de la Magdalena. No se le ocurre nada medianamente brillante. Suele suceder. Pues, se consuela, escribamos de la vida que llevamos los paseantes. Eso es lo que viene haciendo, sin saberlo, desde que comenzó, allá por la Acera de Recoletos. Siguen los pedestres echando el resuello: una calle no cambia de aspecto en dos años, pero ¿en veinte o treinta? ¿Qué diferencia hay entre un bisté y un filete? ¿Y entre un juglar y un trovador? Vaya usted a saber. Los trozos de atún, en la ensalada de lechuga, ¿grandes o pequeños? Y así quedan las cosas esa tarde. Ni para atrás, para coger impulso, ni para delante, para dejarse llevar.
Como no tuvo bastante, retorna al paseo un atardecer sin lluvia y ve una rata junto al agua. Esta visión suele joderle la tarde. Hoy, pésame señor, no va a ser menos. Se sienta en la barandilla y ¿qué ve, el imprudente? Prejubilados bancarios, perros sueltos y sin atar, con bozal y mantita, Valladolid es 74 extremadamente frío al crepúsculo, jubilados genuinos, con todas las de la ley, de palillo entre los dientes, patos de cincuenta kilos, chándales de marca, negocios y quimeras que nunca llegarán a nada, funcionarias de la Junta y funcionarias de la Junta jubiladas, y gente particular, lo que más, morenas, rubias y marroncillos, parloteo y sueños rotos, decepciones y esperanzas, fifty-fifty, odios fijos, sempiternos, de la fábrica, de la comunidad de vecinos o del bar de la esquina, donde, tarde tras tarde, consumen las horas jugando la misma partida de mus, infundios y habladurías, pelele… ochentones, vomitonas del último botellón y cagadas de perros (o deyecciones de yorkshire, o de chihuahua, mejor de chihuahua, o de ambos), los mercados medievales de ayer son los paseos arbolados de hoy, piensa no se sabe muy bien a qué ton, y, sobre todo, colesterol del malo, sobrepeso y ácido úrico. Cuánto colesterol del malo, sobrepeso y ácido úrico, señor, señor. Dicen las mujeres que aquí, a tiro de piedra van a abrir un supermercado Mercadona. Olé…
Este hombre, cuando tiene oscuro el espíritu, ¿por qué diablos no se quedará en casa?
Un pato de ochenta kilos (más parecía un ganso), blanco, poderoso, altanero y camorrista, defendiendo el territorio se las trae tiesas y abochorna duro a un perrín menudito, blancuzco y con dueño resentido y de mal perder. Le abronca el quinceño regañón y cabezorro a causa de su cobardía, con malas palabras, ofendidísimo por su derrota, y el perro pequeñín, como un cristiano, agacha la cabecita, con un gesto de sumisión y acatamiento inigualable, sumisión y acatamiento que para sí quisieran los perdedores de la Rendición de Breda, en el cuadro de las Lanzas de Velázquez, como diciendo, Tienes razón, amo, soy un achantao y un medroso, pero ¿tú has visto lo que pesaba ese pato marrullero? Si hacía dos por mí, ¿qué le vamos a hacer?
El collón no se daba a razones y seguía, el muy sandio, riñe que te riñe al pobre perro, como si la cobardía estuviera penada por la Ley, alzando por momentos más la voz…
El pato camorrista y bullanguero se alejaba en círculos, nadando en las aguas del Esgueva como si la provincia fuera suya. Mira esquinado a las orillas y piensa, cuá, cuá, Se ha llevado lo suyo ese perretín, le he peinado con raya al lado… El paseante y la compañía, desde la otra orilla, los ven y piensan que los animales, una y mil veces, nos dan lecciones. De humildad. Era un domingo de febrero, al atardecer. Dos días antes, el paseante y su familia habían perdido a su gatita Musa, negra, inteligente y dócil, cariciosa, no le faltaba más que hablar. Ahora, quedará aquí su recuerdo, por la mucha compañía y el mucho cariño que nos dio, y por lo digno que fue su ascenso a ese cielo azul que tienen los gatos. No puedo seguir…
Paseo del Cauce de Valladolid. Foto: Rebeca Adalia
Paseo del Cauce de Valladolid. Foto: Rebeca Adalia

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